Comentario
Recibimiento que hicieron a Cortés en Cempoallan
No pareciéndoles buen asiento aquel donde estaban, para fundar la villa, acordaron de pasarse a Aquiahuiztlan, que era el abrigo del peñón que decía Montejo; y así, mandó entonces Cortés meter en los navíos gente que los guardase, y la artillería y todo lo demás que estaba en tierra, y que se fuesen allá, y él que iría por tierra aquellas ocho o diez leguas que había de uno de los cabos al otro, con los caballos, con cuatrocientos compañeros, dos medios falconetes, y algunos indios de Cuba. Los navíos se fueron de costa a costa, y él echó hacia donde le habían dicho que estaba Cempoallan, que era recto hacia donde el Sol se pone, aunque rodeaba algo para ir al peñón; y después de andar tres leguas, llegó al río que parte término con tierras de Moctezuma. No halló paso, y se bajó al mar para vadearle mejor en el reventón que hace al entrar en él, y aun allí tuvo trabajo, porque pasaron a volapié. Cuando hubieron pasado, siguieron la orilla del río arriba, porque no pudieron la del mar, por ser tierra anegadiza. Tropezaron con cabañas de pescadores y casillas pobres, y algunas labranzas pequeñitas; mas a legua y media salieron de aquellos lagunajos, y entraron en unas buenas y muy hermosas vegas, y por ellas había muchos venados. Prosiguiendo siempre su camino por el río, y creyendo hallar a la ribera de él algún buen pueblo, vieron en un cerrito unas veinte personas. Cortés entonces envió allí cuatro de a caballo, y les mandó que si haciéndoles señal de paz, huyesen, corriesen tras ellos, y le trajesen los que pudiesen, porque era menester para lengua, y para guía del camino y pueblo, pues iban a ciegas y a tientas, sin saber por dónde echar a poblado. Los de a caballo fueron, y cuando ya llegaban junto al cerrillo, y les gritaban y señalaban que iban de paz, huyeron aquellos hombres, medrosos y espantados de ver cosa tan grande y alta, que les parecía un monstruo, y que caballo y hombres era todo una cosa; mas como la tierra era llana y sin árboles, en seguida los alcanzaron, y ellos se rindieron porque no llevaban armas. Y así, los trajeron todos a Cortés. Tenían las orejas, nariz y rostro con grandes y feos agujeros y zarcillos, como los otros que habían dicho ser de Cempoallan; y así lo dijeron ellos, y que estaba cerca la ciudad. Preguntados a qué venían, respondieron que a mirar; y por qué huían, que de miedo de gente desconocida. Cortés los aseguró entonces, y les dijo que él iba con aquellos pocos compañeros a su lugar, a ver y hablar a su señor como amigos, con mucho deseo de conocerle, pues no había querido venir ni salir del pueblo; por eso, que le guiasen. Los indios dijeron que ya era tarde para llegar a Cempoallan, mas que le llevarían a una aldea que estaba de la otra parte del río y se parecía, donde, aunque era pequeña, tenía buena posada y comida por aquella noche para toda su compañía. Cuando llegaron allá, algunos de aquellos veinte indios se fueron, con licencia de Cortés, a decir a su señor que habían quedado en aquel lugarejo, y que al día siguiente volverían con la respuesta. Los demás se quedaron allí para servir y proveer a los españoles y nuevos huéspedes; y así, los hospedaron y dieron bien de cenar. Cortés se recogió aquella noche lo mejor y más fuerte que pudo. A la mañana siguiente, muy temprano, llegaron a él hasta cien hombres, todos cargados de gallinas como pavos, y le dijeron que su señor se había alegrado mucho con su venida, y que por ser muy gordo y pesado para caminar, no venía; mas que le quedaba esperando en la ciudad. Cortés almorzó aquellas aves con sus españoles, y se fue luego por donde le guiaron muy dispuesto en ordenanza, y con los dos tirillos a punto, por si algo aconteciese. Desde que pasaron aquel río hasta llegar a otro caminaron por muy buen camino; le pasaron también a vado, y en seguida vieron a Cempoallan, que estaría a una milla de distancia, toda llena de jardines y frescura, y con muy buenas huertas de regadío. Salieron de la ciudad muchos hombres y mujeres, como en recibimiento, a ver a aquellos nuevos y más que hombres. Y les daban con alegre semblante muchas flores y frutas muy diversas de las que los nuestros conocían; y hasta entraban sin miedo entre la ordenanza del escuadrón; y de esta manera, y con este regocijo y fiesta, entraron en la ciudad, que era todo un vergel, y con tan grandes y altos árboles, que apenas se veían las casas. A la puerta salieron muchas personas de lustre, a manera de cabildo, a recibirles, hablarles y ofrecérseles. Seis españoles de a caballo, que iban delante un buen trecho, como descubridores, volvieron atrás muy maravillados, ya que el escuadrón entraba por la puerta de la ciudad, y dijeron a Cortés que habían visto un patio de una gran casa chapado todo de plata. Él les mandó volver, y que no hiciesen demostraciones ni milagros por ello, ni de nada de lo que viesen. Toda la calle por donde iban estaba llena de gente, embobada de ver los caballos, tiros y hombres tan extraños. Pasando por una gran plaza, vieron a mano derecha un gran cercado de cal y canto, con sus almenas, y muy blanqueado de yeso de espejuelo y muy bien bruñido, que con el sol relucía mucho y parecía plata; y esto era lo que aquellos españoles pensaron que era plata chapada por las paredes. Creo que con la imaginación que llevaban y buenos deseos, todo se les antojaba oro y plata lo que relucía. Y en verdad, como ello fue imaginación, así fue imagen sin el cuerpo y alma que deseaban ellos. Había dentro de aquel patio o cercado una buena hilera de aposentos, y al otro lado seis o siete torres, por sí cada una, y una de ellas mucho más alta que las demás. Pasaron, pues, por allí callando muy disimulados, aunque engañados, y sin preguntar nada, siguiendo todavía a los que guiaban, hasta llegar a las casas y palacio del señor. El cual entonces salió muy bien acompañado de personas ancianas y mejor ataviadas que los demás, y a cada lado suyo un caballero, según su hábito y manera, que le llevaban del brazo. Cuando se juntaron él y Cortés, hizo cada uno su reverencia y cortesía al otro, a estilo de su tierra, y con los farautes se saludaron en breves palabras; y así, se volvió luego a entrar en palacio, y asignó algunas personas de aquellas principales que aposentasen y acompañasen al capitán y a la gente, los cuales llevaron a Cortés al patio cercado que estaba en la plaza, donde cupieron todos los españoles, por ser de grandes y buenos aposentos. Cuando estuvieron dentro se desengañaron, y hasta se avergonzaron los que pensaron que las paredes estaban cubiertas de plata. Cortés hizo repartir las salas, curar los caballos, asentar los tiros a la puerta, y en fin, fortalecerse allí como en campamento y junto a los enemigos, y mandó que ninguno saliese afuera, por mucha necesidad que tuviese, sin expresar licencia suya, bajo pena de muerte. Los criados del señor y oficiales del regimiento proveyeron largamente de cena y camas a su usanza.